Los alimentos locales, la forma de cocinarlos y de cosecharlos puede beneficiar al comercio cercano, a la biodiversidad, y a la salud global ante epidemias como la obesidad
Ánforas milenarias bien encajadas unas con otras por la zona cóncava, apiladas formando altos montículos, son ahora los cimientos y muros sobre los que se levanta el barrio romano de Testaccio. Por el río Tíber llegaban miles de barcazas que portaban desde distintas orillas del Mediterráneo infinidad de cántaros, cargados de aceite y vino, para surtir las comidas y bacanales de los antiguos romanos. Ese barro que sustenta ahora la vida de los habitantes y visitantes de la zona es el legado físico y el archivo que queda de aquella época, pero su herencia transciende más allá. Ese aceite y ese vino forman, junto con el pan, la triada de una dieta divina, digna de dioses, que se ha extendido durante siglos allende al mar y que se vislumbra, junto a otros ingredientes como las verduras, las frutas, los frutos secos y una pequeña cantidad de pescado y carne, como una de las opciones de alimentación más saludables y que hace frente a la epidemia de obesidad que recorre el planeta por el avance de los ultraprocesados y el sedentarismo.
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