España es la tercera potencia porcina del mundo. Frente a la presión de los animalistas, los ganaderos tratan de equilibrar el bienestar de los cerdos, la seguridad alimentaria y la rentabilidad
Seamos realistas: las granjas de cerdos huelen a cerdo. Los gorrinos no son de color rosa chicle y en el suelo de las naves hay restos de excrementos. A esos lechones sonrientes que retozan en prados verdes y triscan entre las flores en los anuncios de embutido no se les ve por ninguna parte. Cuando la industria alimentaria dice que se preocupa del bienestar animal, no significa que sus marranos escuchen música clásica, beban cócteles con pajita o reciban masajes en el lomo; quiere decir que las explotaciones cumplen estrictamente las normativas españolas y europeas, las más exigentes del mundo, sobre bienestar animal y seguridad alimentaria. Ni más, ni menos.
Es decir, los mejores cuidados posibles dentro de un sector altamente tecnificado, eficiente y preocupado por la sostenibilidad. Cosas como el espacio, la temperatura y la limpieza de las cuadras, el tipo y cantidad de pienso, agua y -en su caso- medicamentos que reciben, el traslado al matadero o el método de sacrificio están detallados en esas leyes. Por eso en el sector porcino español, el tercero más potente del mundo, cayó como una bomba la emision de un programa de televisión en el que activistas de la ONG Igualdad Animal se colaron de noche en una granja de Murcia para presentar a cerdos enfermos y heridos como si fueran la materia prima para el bocadillo de nuestros hijos. "Es absolutamente imposible que animales como esos entren en la cadena productiva", subrayan fuentes de El Pozo Alimentación, que, pese a todo, se ha desvinculado de la explotación proveedora al considerar que el sacrificio sanitario de esos ejemplares debió haberse realizado antes.
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